En la segunda mitad de los años
noventa leí una novela titulada Los Hijos del Grial, que estaba firmada por un
tal Peter Berling y que acabó convirtiéndose en una saga maravillosa que me
hacía estar deseando constantemente la llegada de sus nuevas entregas. Asomarse
a sus (muchísimas) páginas, era asomarse a la época de las Cruzadas y
sumergirse en una historia épica, repleta de intrigas, sociedades secretas,
personajes fascinantes y mucho más que, sin que fuera en perjuicio de su
estupenda ambientación, gozaba de un pulso narrativo extraordinario que hacía
que los capítulos volasen uno detrás de otro. Así que, cuando en la Semana
Negra se decidió apostar fuertemente por la novela histórica (que siempre había
tenido presencia en el evento) el nombre de Peter se volvió una constante en
mis sugerencias, insistencias y casi pataleos a Paco Ignacio Taibo II.
A
Paco le encantaba
Berling y
también deseaba traerlo, era otro de esos muchos nombres que ambos admirábamos,
el problema no estaba ahí... el problema era que una y otra vez los caminos que
él iniciaba para extenderle la invitación topaban con la triste respuesta, vía
amigos comunes, de que era un autor que no viajaba. Y así se sucedía otra
estupenda edición del evento, llegaban las primeras reuniones para preparar la
Semana Negra del año siguiente y yo, como si nada hubiera pasado, comenzaba de
nuevo a insistirle a
Paco en que había que invitarle otra vez, a decir que la
gente cambia de opinión, etc… arrancando de nuevo un extraño ritual que acabó casi
por convertirse en una tradición.
Los años seguían pasando,
estupendos novelistas seguían asistiendo a la Semana Negra, y nosotros seguíamos
sin tener una respuesta positiva de Berling… a decir verdad, nunca habíamos
llegado tan siquiera a tener una respuesta directa suya, que era uno de los
hilos a los que yo me agarraba para justificar mi cabezonería. Un verano, no
recuerdo en que suplemento semanal ni de que diario, encontré una entrevista con
el escritor alemán en la que decía lo mucho que le encantaba viajar y lo mucho
que le gustaba España, así que volví a entrar al siempre abierto despacho de
Paco en los bajos de El Molinón a poner el tema sobre la mesa y a decir que si
el autor no iba a venir, al menos teníamos que lograr que nos lo dijera
directamente. “Mira, Jorgito, tú mismo; si quieres perder el tiempo o si así te
quedas por fin tranquilo… dale, si lo consigues bien y sino, por lo menos, no
me das más la tabarra con el tema” o algo muy parecido fue el acuerdo al que
llegamos. Me parecía justo.
Tras algunos caminos
infranqueables o equivocados, el universo conspiró a nuestro favor con el
anunció de la salida en España de una nueva novela de
Berling titulada
El Kilim
de la Princesa. El editor, con el que rápidamente me puse en contacto, era
Mario Muchnick, y ya desde el primer momento en el que le comenté nuestro
enorme deseo de traer al escritor a la Semana Negra se volcó en hacerlo
posible, avanzando que no era algo tan complicado, que sí que viajaba, que eran
buenos amigos y que estaban en contacto frecuente y que todo sería una tema de
fechas. No sé el tiempo que pasó antes de tener una respuesta final que además
fue positiva, creo recordar que en realidad no fue demasiado, pero recuerdo
perfectamente el día en el que le dije a
Paco “Siéntate… no te lo vas a creer
pero… ¡tenemos a Peter Berling!”. Lo que no recuerdo es como lo celebramos.
He de decir, no es ningún
secreto, que a mí me sigue entusiasmando conocer a la gente que admiro, y muy
especialmente a la que descubrí en determinado intervalo de edad, por lo que durante
el posterior intercambio de mails que fui teniendo con él oscilaba entre
la fascinación que me provocaba que este sueño se estuviese haciendo realidad,
con el miedo a que finalmente sucediese algo y este sueño se transformase en pesadilla.
Pero sí, Peter Berling llegó sin problemas a aquella XVII Semana Negra del 2005
y conocerle superó incluso nuestras mejores expectativas.
Además de volver a la Semana
Negra, en el 2012 fue uno de los invitados de la primera edición del festival Celsius
232 que hacemos en Avilés y, sin ningún tipo de duda, es uno de los gigantes
sobre cuyos hombros se ha ido construyendo posteriormente el evento. Recuerdo
verlo compartir conversación con
George R. R. Martin, momento en el que reparé
en que había algo en
Los Hijos del Grial, en su forma de retratar el medievo y
de escribirlo, que se podría emparentar bastante con algunos de los rasgos
literarios que más me gustan de
Martin en
Una Canción de Hielo y Fuego/
Juego de
Tronos, por lo que difícilmente se me puede ocurrir ahora una coincidencia más
perfecta que la suya esos días por las calles de Avilés.
Recuerdo hablar con él mucho de
cine. No en vano además de un prolífico guionista tanto para este medio como
para la televisión, así como productor, había actuado en más de cien películas
de la mano de directores como Fassbinder, Herzog, Jean-Jacques Annoud o Scorsesse, en títulos como Aguirre: la cólera
de Dios, El Nombre de la Rosa, Fitzcarraldo, La Última Tentación de Cristo o
Gangs of New York, compartiendo rodaje con nombres como Klaus Kinski, Claudia
Cardinale o muchos otros, de los nos contó extraordinarias y a veces increíbles
(sin duda las más ciertas de todas) anécdotas.
Otras de sus grandes pasiones era
la comida, lo que le había llevado a convertirse también en un respetado
crítico culinario. De la gastronomía que disfrutó en sus visitas a Asturias le
quedaron dos amores eternos: el potaje de garbanzos del Hotel Don Manuel
(Gijón) y la Fabada del desaparecido restaurante La Posada (Avilés). Precisamente
en el cortísimo camino que llevaba del restaurante a la Casa de Cultura donde
se celebran las charlas del Celsius, y
que sus múltiples problemas físicos le obligaba a ir haciendo sentándose cada
pocos, me dijo las frase –casi una
lección de vida- que más me impactó de todas las que compartimos: “Estoy muy
jodido, pero no va a ser mi cuerpo el que decida lo que puedo y lo que no puedo
hacer, rendirse a él es el camino fácil y a mí me gusta pelear”. ¡Puf!
Os cuento todo esto de forma un
poco deslavazada y sobre la marcha porque, como muchos ya sabréis ya,
Peter
Berling ha muerto hace unos días en su Roma adoptiva a la edad de 83 años.
Unos 83 años vividos con la intensidad con la que otros vivirían varias vidas. Os
cuento también que después de que se fuera aquel año del Celsius apenas tuvimos
contacto en un par de mails, porque no me gusta molestar y siempre pienso que
puede pasar, porque a lo largo de los años y de los eventos he ido conociendo a
mucha gente y al final no haría otra cosa que mantener correspondencias
epistolares y porque, para qué negarlo, yo soy así de descastado. Pero también
os quiero contar que conocer a
Peter Berling fue uno de esos momentos
especiales que uno atesora para siempre, que he aprendido más hablando con él
unas horas a lo largo de unos pocos días que en alguno –por no decir varios- de
mis años de educación reglada, y que el hecho de haber contribuido a que un
creador de su talla paseara por las calles de las dos ciudades que más quiero,
haciéndolas un poquitito más grandes, es y será siempre un motivo de orgullo y
el mejor combustible –no contaminante, además- para seguir esforzándome al
doscientos por ciento para que estos sueños se sigan haciendo realidad.
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Peter Berling (a la derecha) con Ian Watson en la Plaza de España de Avilés, durante el primer Celsius 232, en 2012 |
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