El deporte, fiel reflejo de la vida, tiene momentos grandes y momentos pequeños, momentos tristes y momentos alegres, y tienes que convivir con ellos de la mejor manera posible. Pero, también como la vida misma, tiene momentos épicos, inolvidables y, por la forma en que se producen, irrepetibles. Un claro ejemplo de esto es el que he elegido como mi mejor momento del año pasado: el ascenso del Sporting de Gijón, de nuevo y con todas las dificultades del mundo, a primera división. Un final feliz en forma de ascenso que, en un modo más propio del mejor thriller deportivo hollywoodiense, se hizo esperar hasta el último segundo de metraje y justo cuando ya más imposible parecía la cosa. Un ascenso que no solo significaba el retorno del club a la Liga de las Estrellas, sino que además servía para evitar la desaparición de un club ahogado por las deudas heredadas de una gestión nefasta año tras año y dotarlo de, al menos, unos años de pobreza pero también de cierta estabilidad (y sobre todo viabilidad) económica.
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Alberto Cimadevilla me hizo este Patowar como recompensa por ser mecenas de la revista Ensueños |
El Sporting tuvo que arrancar la liga con un equipo de jugadores que, en su gran mayoría jamás había jugado más allá de segunda división B, con la media de edad más baja de la categoría -no sé si esto incluye a filiales pero me parece que también- y con unas aspiraciones originales de salvar la temporada sin perder la categoría aunque, a decir verdad, esto a mí siempre me pareció exagerado ya que nada hacía pensar que el Sporting pudiera estar tan arriba como sucedió pero tampoco que fuera a estar tan abajo como se dijo. El caso es que comenzó la liga con ese bloque totalmente unido contra todo, sabedores de que eran un grupo de amigos que se conocían desde siempre y que tenían la suerte de SU CLUB en las botas, muy mentalizados por un entrenador,
Abelardo, que les logró sacar el doscientos por ciento en cada partido y poco a poco, esa intensidad, ese hambre y esas ganas, fueron derribando records. El Sporting solo perdió dos partidos en toda la temporada, lo que supuso un nuevo registro histórico, supo sufrir y disfrutar y acabó convirtiéndose en leyenda de la más que centenaria historia del club.
La última jornada, con la liguilla de ascenso asegurada, el Sporting necesitaba ganar en la última jornada a un Betis que ya era primero en cualquier caso y que ya estaba en Primera y más preocupado de celebraciones, entre las que se incluía recibir a su equipo hermano (pues nuestras aficiones lo están desde hace años, con un ejemplo increíble de confraternización), que en sumar más puntos, mientras que el Lugo tenía que ganar al Girona a domicilio, en una plaza que parecía poco propicia. El Sporting logró su objetivo y, ya con el partido acabado, le quedaba tan solo la esperanza de esperar que sucediera el milagro en el otro partido... El Girona había tenido docenas de ocasiones en el primer tiempo de ir goleando al Lugo pero, tras algunos gestos poco deportivos de los jugadores locales, el Lugo comenzó en la segunda parte a acercarse con peligro ante los nervios de unos jugadores que empezaban a sentir el vértigo del éxito y se echaron atrás (un error y unos nervios que luego en la liguilla hicieron que el Zaragoza les remontara tres goles de ventaja en un partido y los dejara en segunda). Y así, mientras los jugadores del Sporting escuchaban la radio sin abandonar el césped del campo del Betis, Pablo Caballero -delantero del Lugo- marcaba un gol que situaba a los nuestros en primera división. El partido continúo, incluso el Girona marcó un gol anulado (correctamente) y, cuando el partido acabó, la locura invadió a todos los que somos aficionados del Sporting y, por supuesto, a los jugadores en Sevilla...
Sin embargo, resultó que el partido en Girona no había acabado, sino que el árbitro lo había suspendido por una agresión al linier, así que -con todo el Sporting ya habiendo celebrado el increíble ascenso- se jugaron los minutos que faltaban en los que, por suerte, nada cambió. Entonces sí, se desató la locura. Yo me marché corriendo a Gijón a celebrar el ascenso rindiendo visita a la estatua de
Manolo Preciado (del que os hablé
aquí cuando falleció)
y luego a recibir a los héroes al aeropuerto. No solo habían logrado algo que se antojaba imposible y contra viento y marea, sino que habían salvado al club. Un equipo ya para la leyenda del sportinguismo y un equipo con el que la afición se identificó -por su lucha y su épica- desde el primer minuto. Por supuesto, al día siguiente no me quise perder nada de las celebraciones, como podéis ver en estas fotos, jeje...
Pero por si fuera poco, al Sporting y sus guajes, aún se le subió en el 2015 el nivel de dificultad en la tarea encomendada. Arrancamos en primera división con el mismo equipo que, en teoría, no podía competir en segunda, ya que pesaba sobre nosotros una sanción por todas las deudas de la entidad. Con solo de tres cesiones de jugadores extremadamente jóvenes y sin ninguna experiencia en la élite, pero de indudable porvenir, comenzaba una batalla desigual que, finalizado en 2015, tiene al equipo un punto por encima del descenso, a su afición entregada (aunque la gente pronto se olvida de dónde y cómo está la cosa) y con todas las esperanzas de lograr un milagro que seguro se celebra mucho menos, pero que sin duda tendrá más mérito. De conseguirlo, no solo habrán salvado al club, sino que lo habrán aguantado hasta el momento en el que, ya sin sanciones, tendría una nueva oportunidad de hacer bien las cosas y reconstruir muchos desgarrones en su entidad. En ello estamos, esperamos que de hoy en un año pueda estar escribiendo un texto como este y, mientras tanto, os dejo este
selfie realizado por varios jugadores del Sporting, en el césped del Benito Villamarín, poco después de certificarse el ascenso... ¡mucho mejor que aquél de los Oscar! :)